La luna de Santiago

Chéganos hoxe un relato moi colaborado,
autor: olivier cousin, bretagne.
traductora: cecile lher, bretagne.
fotografias: hugo arias, as pontes.

La luna de Santiago

En España, cada vez que me tocaron las narices, siempre fue un hecho de extranjeros más que de españoles. De franceses muy a menudo. Y, de hecho, de una francesa.
Sin exageración, puedo afirmar que es por culpa de una de mis queridas compatriotas que he modificado mi último itinerario en la península Ibérica. Y de esta manera, falté a mi palabra.


Y eso que era un itinerario ya establecido. Establecido desde siempre como se dice, pero en realidad desde la Edad-Media, desde aquella época en la que el hombre creyó que tenía que hacerse el modesto sufriendo, de los pies sobretodo, para unir su casa (si tenía una) au champ de l’étoile que la Iglesia había tenido la idea casi divina de sacralizar, para acabar y construir allí lo que iba a ser la catedral de Santiago de Compostela. Sí, iba a hacer la peregrinación de Santiago andando. Un itinerario de mi casa hasta allá había sido establecido por otros y desde hace mucho. Para el camino a seguir, sólo había tenido que informarme sin más complicaciones. El camino francés se abría a mí. No me iba desde mi casa en Finistère, sino desde los Pirineos Atlánticos. Desde San-Juan-Pie-de-Puerto hasta Santiago, era coherente.
Sin embargo, muy pronto, me hice peregrino tramposo. Después de haber salido de mi segundo pueblo vasco, tuve el irresistible reflejo de levantar el dedo gordo derecho por encima de la carretera. Lo que me valió cruzar la frontera en la cabina de un camión estampado Olliquiegui. Vaya.

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Pero esto era un mal augurio de la ejecución de una promesa hecha a mi abuelo coronel en el momento en el que iba a morirse. Había tenido la bastante mala idea de llamarse Juan-Santiago, con lo cual, al final de su vida, cuando se dio cuenta que con sus dos nombres unía dos ciudades imprescindibles del camino francés. Se había prometido a si mismo unirlas más físicamente, es decir, con el paso ritmado del militar que nunca había dejado de ser. Parkinson iba a complicarle seriamente la cosa e impedirle, no sólo el senderismo más intensivo, sino también el paso tranquilo de los ancianos.
Esta cara dura de Coronel, al morirse, demostró que no había perdido todas sus capacidades, ya que logró hacerme prometerle de hacer el peregrinaje para él. No inventaba nada nuevo pero volvía a resucitar la tradición antaño muy extendida en Baja-Bretaña, del peregrinaje mediante otra persona. Salvo que el abuelo Coronel, él, no me pagaba por mi esfuerzo.
Estas consideraciones insignificantes, no tienen nada que ver en mi traición. Aun que había andado más en coche que a pie hasta ahora, tenía la firme intención de seguir el camino de Santiago. Los valles y las colinas verdes se reían de mí durante mi travesía del país vasco con sus pueblos de paredes y tejados rojos; sin embargo, por ser el campo, se juntaban demasiados inmuebles y acababan mareándome.
A la noche de mi primer día, como un carbón, ya había concluido nueve etapas del camino de los peregrinos de Santiago. En mi pasaporte, no iban a figurar los sellos necesarios pero no tenía mala conciencia. Era una historia de confianza, me había dicho mi abuelo, que de todas formas prefería las medallas a los sellos, los cuales nunca eran suficientemente nítidos, siempre demasiado corridos.
Aquella primera noche, conocí a Josette en la albergue (el refugio) de Torres del Río. Hubiera tenido que tener más ojo…Kontuz, cuidado, attention! Francesa a la vista! Una pequeña viuda con mucha energía que peregrinaba porque su marido y ella eran fieles practicantes y que a su marido le encantaban las vieiras. ¿Porque no? No estaba satisfecha de mi compañía porque yo me negaba en contar las primeras etapas de mi camino. Me consideraba como una persona cerrada y con mal genio, mientras que sólo era un nieto que empezaba a faltarle al respeto a su abuelo para haberle obligado, post mortem, una compañía tan desagradable. Además de contarme con pelos y señales su viaje empezado en Vézalay – no se perdía ningún detalle -, me daba a conocer las inestimables observaciones que había apuntado durante lo que era para ella un segundo descubrimiento de España (la primera con el difunto Señor Josette, en avión destino Torremolinos): unas temperaturas tan bajas en verano, montañas por toda parte, magrebíes en Peugeot llenas hasta casi rebotar, cogiendo el aire en el borde de las carreteras, procedentes de Francia y Bélgica para llegar a Gibraltar, etc. … Lo que en cambio no pude soportar, fue la tenacidad con la que se empeñaba a explicarme que la luna era realmente más grande en España que en nuestra casa (quería decir en Francia, pero no me gustaba como esta manera que tenía de hablar como si fuéramos una pareja de hecho. Acabo tratándome de mentiroso cuando le dije que estaba contando locuras. Uno se hubiera creído en uno de estos poemas españoles de William Cliff, cuyo titulo no me acuerdo de todas formas. De manera que, al día siguiente, he preferido desviarme del camino francés para estar seguro de no tener que soportar aquella Josette más tiempo. ¡Y que cada uno sigua su estrella!
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Hace falta un motivo de este tipo para permanecer escondido tres semanas en esta meseta árida de la provincia de Castilla y León que se llama así ya que es llana como una mesa (pero una mesa ampliable, exactamente larga).
Algunos pueblos esparcidos en unas planicies amarillas y secas. Uno piensa inmediatamente que la gente de aquí siguió el camino de la pobreza que conduce al éxodo y a la desertificación; es sin considerar que las rentas son elevadas y que esta región es un granero de trigo muy lucrativo.
Para hacerme olvidar (y para olvidar que había cruzado los Pirineos, misión sería cumplida), elegí un pueblo especialmente tranquilo; es a penas si se puede localizar en el mapa. Ropel del Camino. Perdido entre León y Plasencia; minúsculo pero representativo. No hay Plaza Mayor aquí. Se llega a los 40º como si nada (es la sombra que esta en vía de rarefacción); campos de trigo obviamente; cosechadora; cigüeñas posadas en los pilones, el campanario y toda estructura metálica edificada hacía el cielo; rebaños de ovejas guiadas a través de la nacional por unos pastores que llevan unos paraguas negros a modo de sombrilla.
Josette no es la única responsable de esta larga parada inoportuna. Una obra de arte azul real sobre oro hizo que eligiese este pueblo. Un viejo tractor averiado en un campo desde hace años visiblemente ya que el trigo había crecido, sin preocuparse, alrededor y hasta dentro de la chapa. Con el enorme cartel www.alsa.com colocado no muy lejos y su anacronismo latente, Dalí no debía de estar muy lejos.
Aquí la luna llena te da la sensación aun más fuerte de que estas a solas con ella. Sin embargo, durante estas tres semanas, nunca he notado ningún tipo de aburrimiento. Ni de estar en un sitio desconocido. Era otra cosa; como una especie de beatitud de un mentiroso que ya no disfruta de su mentira, pero que tampoco necesita defenderse de ella.
Gracias a un pastor con él que simpaticé (las conversaciones sobre la liga siempre crea amistad entre los incondicionales enemigos del Real), pasé tres semanas en un aprisco de piedras secas. Él también tenía un paraguas negro. Y como todos los españoles, salvo dos o tres quizá, tenía un móvil atado al cinturón que aguantaba sus inusables pantalones grises oscuros. Finalmente nuestro único contrato era, creo, que hiciera comentarios despectivos sobre las estrellas del Real cada vez que nos cruzáramos, o que hiciera el elogio de los jugadores del Atlético, su club de fútbol favorito.
No me venía a molestar mucho. De vez en cuando encontraba en la piedra llana de la entrada, verduras, queso, pan, que él u otros me dejaba. El asco común que teníamos estaba acompañado por un segundo motivo de respeto hacía mi. Estaba impresionado por el hecho de que pase la mayoría de el tiempo escribiendo sonetos (de hecho rascaba bolas en dos cuartetos dos tercetos).
Además de este pastor, había conocido gente, pero no había nadie para hacerme preguntas. Absolutamente nadie, hubiera dicho Josette. Otra vez se hubiera equivocado. Hay vida en este pueblo. Como atestigua el Electro Bazar donde hice una de mis escasas compras, una mini cocina de Gas. Me atendió una joven vendedora y, al hacer la demostración, observé que sus pantalones talla-baja dejaban verse una tanga elaborada. Prueba, Josette, que la civilización no se perdió en el camino.
Me limpiaba en un viejo bidón Repsol. Cogiendo el aire en la puerta, me acostumbraba bien a lo que se había vuelto España, el reino de la silla de plástico (segunda compra en el Electro Bazar), bebiendo una Mahon (a mí no me gustaba mucho la cerveza… pero el agua es tan preciosa que ¡hay que hacer esfuerzos!). Y el tiempo pasaba. Como el mes de vacaciones que había cogido para satisfacer al abuelo Coronel llegaba a su fin, tenía que pensar en volver. Lo que hice al atopar un camión que iba a Burgos.
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Un conocido me había dicho que cuando viera los tejados de pizarra sustituir los de teja, entonces ya no estaría muy lejos de Galicia y del final de mi aventura hacía el pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago de Compostela. Antes de subirme al tren, sólo tuve tiempo de echar un vistazo en el pórtico de la Catedral de Burgos. Si recuerdo bien, el abuelo Coronel no era capaz de hacer la diferencia entre el pórtico, el abside y el transept1, con lo cual….
Pero obviamente con todo eso, no es para el día de mañana que voy a tener una idea del tamaño de la luna en Santiago.
Destacado del camino francés,
En Galicia, julio 2003.

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