Mi abuela, de Rafael Novoa Blanco

He aquí un relato sencillo que, desde el punto de vista de una criatura inocente en plena infancia, hace una perfecta descripción de una enfermedad, por desgracia, suficientemente extendida y sufrida no sólo por los propios enfermos, sino también por toda su familia: el Alzheimer.


Mi abuela
Por aquel entonces, yo era una niña que no entendía por qué, la abuela, de repente ya no conocía a nadie, preguntaba una y otra vez a todo el mundo «¿Quién eres?», y había dejado de ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa, para sentarse en una mecedora horas y horas al sol, con la vista perdida en el vacío más absoluto.
Años más tarde comprendí al fin, que mi abuela, sencillamente se había cansado de la aburrida realidad, y había decidido traspasar la fina línea que separa la coherencia de la incoherencia; se había instalado en las afueras de nuestro mundo, y desde la periferia nos miraba como a gente desconocida que viene de visita a su casa.
Pero yo entonces tenía siete años, la aptitud de mi abuela me tenía confundida, y mis padres no acertaban a explicarme el motivo de aquel cambio.
Entre tanto, mi abuela continuaba en su mundo recién estrenado. Seguía sin recordar quién era yo, quién era nadie. Yo me resistía, con la terquedad que da la niñez, a aceptar que ya no me acompañaría más al colegio o que ya no me haría la merienda como antes. Intentaba sin descanso hacerla comprender que era su nieta; que días atrás habíamos hablado de esto o aquello; que habíamos ido al parque o al cine. Pero era inútil. Mi abuela me miraba absorta, a través de aquella húmeda neblina que se había adueñado de sus pupilas, y parecía observar el movimiento de mis labios mientras le hablaba y encontrar cierta gracia en ello, porque su boca, por toda respuesta, dibujaba una dulce sonrisa que atemperaba mi crispación.
Aquel año, los Reyes Magos nos trajeron una muñeca a cada una. Y mientras jugábamos las dos, pensé que por fin había encontrado la solución al enigma: mi abuela había llegado al límite de su vejez y regresado a la niñez. Así de sencillo. Era como jugar al cascajo en las baldosas del patio del colegio, recorrerlas con la piedra a la pata coja, llegar al final, volver y comenzar de nuevo. Se lo conté a mis padres, y ellos, con una sonrisa de conmiseración, me dijeron que sí, que eso era lo que había sucedido. Este razonamiento me duró unos años, hasta descubrir que lo que realmente le pasaba a mi abuela, era que había contraído el Alzheimer.
Desde entonces la quise más aún. Era yo quien la vestía a ella, quien le preparaba la merienda, la sacaba a pasear de la mano y la llevaba al parque. Y con ello no hacía nada especial, simplemente le devolvía las atenciones que ella me había prodigado cuando yo era niña, porque ahora era ella la niña de la casa.
Murió hace dos años; y con ella se fueron a un tiempo mi abuela y mi hermana pequeña.
Ahora pienso que si llego a su edad, posiblemente esta terrible enfermedad ya esté erradicada; pero sin duda seguirán brotando otras que pongan a prueba nuestro cariño hacia la gente que un día nos dio el suyo sin condiciones.

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