‘Esperanza y la sopa de la esperanza’ por Rafael Novoa

Anochecía. El coche se detuvo sin más. El motor tosió como un asmático y se calló.
—¿Por qué te detienes? —le pregunté a Ramiro, mi marido.
—No he sido yo —me respondió, confundido—. Se ha parado solo.
—No me digas que nos hemos quedado sin gasolina.
—Imposible —aseguró él—. Llené el depósito antes de salir.


Se bajó del coche linterna en mano, e hizo lo que todo hombre, ignorante en la materia, hace: abrir el capó y quedarse mirando con gesto aturdido el amasijo de hierros y cables del motor. ¿Qué esperan, que la avería se delate a sí misma implorando perdón?
Yo me quedé en el coche con la guía de carreteras en el regazo. Miré a mi alrededor y comprobé que nos habíamos parado justo en medio de las dos moles rocosas de las peñas de Islallana, que, recortadas contra el cielo estrellado, nos miraban con milenaria indiferencia. Desde luego, no era un buen comienzo para aquel viaje vacacional, que ya habíamos pospuesto durante tres años. La muerte de nuestro hijo David había roto sueños de futuro, expectativas, nuestro matrimonio y nuestras vidas. Tenía siete años cuando ocurrió. Un cáncer le devoró los pulmones durante once meses. «¡Ah, canalla! —bromeaba yo, haciendo de tripas corazón—. Así que todo este tiempo fumabas a escondidas, ¿eh?» Y él reía, y después tosía, convulso. Pronto dejé de bromear con él, porque su tos cavernosa me destrozaba las entrañas. De hecho, dejé de hacer bromas para siempre. En los tres años que siguieron a su muerte, enterré tanto mis sentimientos, que si quisiera recuperarlos, tendría que descender hasta las profundas placas tectónicas. Así que, mi marido y yo, ante el deterioro e inminente rotura de nuestro matrimonio, decidimos jugar la última baza. Sin mucho interés —yo menos que él, es cierto—, nos tiramos a la carretera; y ahora el coche nos dejaba tirados en ella.
—No veo nada. Parece todo normal —dijo Ramiro a su regreso del inhóspito motor. Después sonrió y añadió—: Aunque creo que mi opinión al respecto no vale gran cosa.
Y allí se quedó, esperando una decisión por mi parte. Siempre soy yo la que decido durante una crisis. Aunque a partir de lo de David, el resto de las crisis quedan en una mera anécdota. Tomé las riendas y dije:
—Coge el móvil y llama al servicio de veinticuatro horas del seguro.
—¿El móvil? —preguntó, como si oyera aquel nombre por primera vez.
—¿Qué pasa, Ramiro? —le pregunté.
—Pues que no recargué la tarjeta. Pensaba hacerlo en la próxima parada.
—Pues ya estamos en la próxima parada —le increpé con ira sorda. Y ante su sonrisa de impotencia, exclamé desesperada—: ¡Por Dios que eres increíble!
Él nunca decía «lo siento» ante una metedura de pata. No era por soberbia; simplemente trataba de ayudar con su silencio a que la tormenta amainara.
—Caminemos —dije autoritaria.
—¿No sería mejor esperar a que pasara alguien? —sugirió en un susurro.
—Ya llevamos un buen rato aquí y no ha pasado nadie —dije—. Según la guía, el próximo pueblo es Biguera. No parece estar lejos.
Y así lo hicimos. Cerramos el coche y echamos a andar en silencio. No había nada que decir. Al menos a mí no se me ocurría nada. Y el bendito de mi marido prefería ser tragado por la tierra antes que romper uno de mis habituales silencios. Al cabo de un rato de oír el eco de nuestras pisadas en las paredes verticales de las peñas de Islallana, abandonamos la carretera y tomamos un sendero que conducía a un punto de luz en un pequeño calvero del bosque. Conforme nos acercábamos, comprobamos que la luz que nos atrajo era la que provenía de la ventana de una pequeña casa. Ya era más de media noche; pero el chorro de luz que se estrellaba contra el suelo cuajado de margaritas, nos indujo a pensar que había alguien despierto. Usamos el picaporte, y el ulular de las aves nocturnas cesó en el acto. En el dintel de la puerta se presentó una anciana enjuta, con el rostro atezado y plisado como un ajado retal de cuero; vestía de negro, tocada con un pañuelo del mismo color cubriendo su plateado cabello.
—Abuela —dijo mi marido—, le ruego que nos disculpe por molestarla a hora tan intempestiva; pero es que el coche nos ha dejado tirados y… bueno… nos preguntábamos si podríamos hacer una llamada telefónica.
—No tengo teléfono —contestó la anciana mujer—. Pero la sopa pronto estará sobre la mesa. —Y nos dio la espalda al entrar de nuevo en la casa.
Después de mirarnos, Ramiro y yo la seguimos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Y lo cierto era que sobre la mesa había tres platos.
—Sentaros, hijos —nos pidió, colocando una olla humeante en el centro de la mesa—. La sopa se toma caliente.
Y ella, la sopa, estaba deliciosa. Ramiro me miró con el entrecejo fruncido, a lo que respondí con un gesto de ignorancia, pues yo tampoco sabía de qué estaba hecho el exquisito caldo.
Mientras mi marido hablaba de las excelencias del lugar, la abuela asentía y sorbía la sopa ruidosamente. Entre tanto, yo sentía cómo mi crispación crónica iba dejando paso a un estado de bienestar como hacía tiempo no sentía.
Momentos después, Ramiro, campechano como siempre, se había quedado dormido en un raído sillón que había frente a la chimenea. Y nosotras dos salimos afuera y nos sentamos en un banco de madera, bañadas por la luz amarilla de la ventana, y la argéntea de la luna llena, suspendida sobre nuestras cabezas.
—Abuela, ¿de qué estaba hecha la sopa? —le pregunté, llena de curiosidad.
—La de él, de paciencia y conmiseración hacia ti; la tuya, de consuelo y esperanza.
—¿Qué es usted, una bruja? —sonreí.
—No, tesoro —me respondió, enseñándome la media docena de dientes que poblaban sus encías al devolverme la sonrisa—. No hace falta serlo para saber que algo terrible os ha pasado a los dos. ¿Quieres contármelo? La mejor persona para depositar un dolor insoportable es la desconocida, porque notarás cierta indiferencia en su rostro que socavará tu pena y fortalecerá tu espíritu.
—Se nos ha muerto nuestro hijo hace tres años —le confesé—. Y no lo supero. Me está matando. Cada día que pasa es peor que el anterior.
Hasta nosotras llegaron los ronquidos de Ramiro, y en mis labios se ahogó un esbozo de sonrisa.
—No te equivoques —me advirtió la anciana—. Seguro que está sufriendo tanto como tú y que adoraba a ese niño. Pero tú eras la madre. Escucha, a un padre, la muerte le arrebata el hijo; en cambio a una madre se lo amputa, y siente la ausencia de esa parte de su cuerpo hasta la muerte. —Posó sobre las mías sus manos y continuó—. Te niegas a dejar de sufrir, porque crees que si lo hicieras, el recuerdo de tu hijo se esfumaría porque se rompería el vínculo de dolor que os une, y eso te aterra. Pero con ello sólo vas a conseguir destrozarte a ti y a todo lo que te rodea. Y aún eres muy joven.
Después de un prolongado silencio, exclamé con rabia:
—¡La muerte es tan arbitraria!
—Actúa según su criterio —dijo la anciana con gesto resignado—, como lo hacemos nosotros, sólo que ella siembra el dolor. Pero no es mala. No la odies. La hemos vestido de negro y puesto un rostro cadavérico porque nos quita a nuestros seres más queridos. Pero si recapacitas sobre ello, verás que la muerte es un tránsito. Es como si ella supiera que te aburre este viaje y te propusiera otro alternativo.
—¿La muerte es una agencia de viajes, abuela? —le pregunté, riendo con ganas.
—No lo sé —me respondió—. Pero te estás riendo, y estoy segura que por primera vez en mucho tiempo.
Y era cierto; mi rostro avinagrado sintió dolor al mover los músculos de la risa, porque dejé de hacerlo el día que me notificaron el cáncer de David.
—Ven, mi niña —me pidió, agarrándome de la mano con una de las suyas, nudosa como un sarmiento, pero cálida y confortable—. Caminemos, o tus carcajadas despertarán a tu marido.
Nos adentramos en la arboleda que cercaba la casa, con los helechos rozando nuestras pantorrillas. De pronto se me ocurrió:
—Abuela, ¿de qué era su sopa?
—De amargura —dijo—; la vuestra. Pero no te aflijas, mi estómago ya está encallecido.
Yo oprimí su mano con cariño.
—Ahora fíjate bien —me pidió, señalando la espesura—. Verás lo que tú quieras ver. Porque la muerte se lleva nuestro cuerpo, pero no el recuerdo indeleble que dejamos en los demás.
Y obedecí. Clavé mis ojos en la arboleda plateada, bañada de luz lunar. Oí quebrarse una rama seca y mi corazón se lanzó a galope tendido, tanto que puse ambas manos en mi pecho, temerosa de que atravesara mis costillas. Alguien tomó forma entre los árboles, allá, donde la bruma lechosa descansaba a ras de suelo, y corrió hacia nosotras con alegría.
—¡Mamá! —oí con claridad.
Las piernas se me aflojaron, y mientras repetía «¡Dios mío!» una y otra vez, mi hijo cubrió la distancia que nos separaba y se abrazó a mi cintura. Yo besé su pelo enmarañado que olía a ausencia, y acaricié sus mejillas arreboladas.
—Mira, mamá —me dijo—, ya no estoy enfermo. He venido corriendo hasta aquí y respiro sin fatiga.
Yo no podía hablar. Sentía que mi pecho se aplastaba bajo el peso inmenso de la dicha recuperada; y de mis ojos se descolgaba mi alma en forma de llanto bautismal sobre su cabello dorado. Él, aún con el pijama que le vio morir, me miró a los ojos arrasados y dijo:
—Mamá, estoy bien, nunca estuve mejor.
—Lo sé, cariño —pude decir a duras penas.
—Entonces no quiero que sufras más —me pidió—, porque si lo haces, yo estaré sufriendo contigo.
—De acuerdo, mi amor —le contesté—. Pero ahora ven a ver a papá.
—No puedo; tengo que irme —me dijo.
—¿Tan pronto? —le pregunté con desaliento—. Tengo tantas cosas que decirte…
—Me las dices a diario desde hace tres años, mamá —me sonrió—. Hablas conmigo como si aún estuviera a tu lado. A veces lo haces en la calle o el supermercado, y la gente te mira; y no quiero que piensen que estás loca. —Y añadió sin abandonar su dulce sonrisa—. Yo aquí estoy bien. La abuela nos cuida a todos, y nos alimenta con su sopa. Pero estoy triste porque tú lo estás. Tienes que vivir sin mí, y dejarme libre para volver a nacer.
Comprendí sus palabras como si, de repente, una ventana se hubiera abierto en mi mente y la luz del entendimiento bañara todo mi ser.
—Te quiero, tesoro —le dije entre sollozos.
—Yo también te quiero, mamá —me dijo él, a su vez, con una sonrisa seráfica.
Se alzó de punteras para besarme en la cara, se agarró a la mano de la abuela, y los dos se fueron hacia un grupo de niños que ya esperaban en la espesura, brincando y cantando. Mi hijo se giró y me dijo adiós con su pequeña mano. Y yo me quedé quieta, sin intentar seguirlos. No sé por qué, pero sabía que era inútil hacerlo.
Desperté allí mismo, con la cabeza en el regazo de Ramiro, que, asustado, había salido a buscarme. Amanecía. No dijimos nada; ni siquiera cuando regresamos a la casa y vimos que era una ruina, con el techo vencido sobre sus paredes, comidas por abrojos y helechos.
Vendimos el coche, la casa y todas nuestras pertenencias, y desde entonces estamos viajando por toda España, con una mochila en la espalda por si la noche nos sorprende en el camino. Ya conocen nuestros pasos senderos y cañadas, pueblos, villas y ciudades. Trabajamos en lo que se tercia; y al cabo, vuelta al camino. Viajamos por el placer de viajar; como nómadas que nunca debimos dejar de ser. Recuperamos el amor perdido, y un poco más que ignorábamos que existiera. Supimos de la abuela de Islallana en todo el país. Nos hablaron de ella en cientos de pueblos. En cada uno de ellos tenía un nombre y una historia diferentes. Una noche pernoctamos en un pueblo con tejados de pizarra llamado Peñalba de Santiago. El dueño de la casa nos habló de una vieja viuda que, durante la Guerra Civil, se internó en el valle del Silencio con su nieta moribunda en brazos. De toda la familia sólo quedaban ellas dos con vida; al resto se los había llevado la guerra. Al cabo de una semana, un buhonero las halló muertas al pie de un despeñadero. También nos dijo que aquella mujer hacía la sopa mas exquisita que se conocía; que era famosa en el pueblo y alrededores por sus efectos terapéuticos; efectos que, desgraciadamente, no pudo utilizar con su nieta, porque ésta había sido herida de muerte por una bala perdida. Nos confesó que en el pueblo la veía mucha gente en las noches de luna llena, rodeada de chiquillos que saltaban a su alrededor, felices y sanos. Y que ya había quien la llamaba la Virgen de los niños. Pero que en vida, su nombre era Esperanza. Y yo pensé que no existía nombre más hermoso y apropiado.
Fin

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